Hace unos días se ha alcanzado el acuerdo sobre el Reglamento Europeo de Inteligencia Artificial y, hasta que conozcamos el texto definitivo de la norma, entendemos que procede un breve comentario sobre su espíritu.
La primera cuestión de la que ha sido objeto la norma es el debate sobre la necesidad de legislar sobre la materia. El Reglamento establece prohibiciones con relación a ámbitos especialmente sensibles y que para el resto exige tomar medidas orientadas a la mayor transparencia de los procesos y resultados. A nuestro parecer la existencia de legislación será beneficiosa para los ciudadanos toda vez que fijará un marco de actuación para los desarrolladores dentro del cual la tecnología podrá expandir todo su potencial reservando las líneas rojas en espacios en los que los resultados de una aplicación indiscriminada de todo el potencial esperado para las inteligencias artificiales pueden suponer un riesgo para los derechos y libertades fundamentales de los ciudadanos.
A este respecto no se puede obviar que, efectivamente, hay ciertos ámbitos en los que tanto gobiernos como entidades privadas podrían alcanzar ciertos resultados mediante el uso de la inteligencia artificial y lo que ha debido ser ponderado a la hora de legislar ha sido la doble vertiente de considerar si esos resultados son legítimos y si el equilibrio entre dicho resultado y los derechos de los ciudadanos podría resultar quebrado.
En segundo lugar, la cuestión podría ser si el enfoque dado a la legislación es el adecuado o, al menos, es suficiente. Cuesta discernir sobre este aspecto toda vez que es difícil prever el desarrollo próximo de esta tecnología, pero en términos puramente hipotéticos sí se pueden trazar escenarios futuros factibles. Por una parte, es cierto que el enfoque de la legislación de cumplimiento basado en el riesgo viene siendo la tónica en la legislación europea en el ámbito digital y que, especialmente en el caso de la inteligencia artificial, es un enfoque que, aunque podría entenderse de mínimos, sí puede resultar eficaz a la hora de conseguir el objeto de la legislación, que es proteger a los ciudadanos ajenos al desarrollo de la tecnología pero sobre los que, indiscutiblemente aunque no exclusivamente, pesarán las consecuencias de su aplicación.
Pero por otra parte, entendemos que si parte del riesgo de la inteligencia artificial radica en un desarrollo que impida su control y que dicha dirección terminaría en un horizonte en el que las inteligencias artificiales alcancen un desarrollo tal que puedan desafiar los límites que les sean impuestos o sortear las barreras o líneas rojas en su programación, quizás la legislación se ha quedado corta desde su raíz, obviando la posibilidad incluso de reconocer derechos y obligaciones futuras a las inteligencias artificiales a través de la personalidad algorítmica o electrónica; pero ese es otro cantar. Cruzaremos ese puente cuando lleguemos al río.